domingo, febrero 26, 2006

(Ninguno)

Caneto se despidió rápido de la Hilacha. Era casi de noche y estaba partiendo otra vez a su casa. Pronto se vio distinguiendo entre la penumbra rostros y expresiones horribles. Regresar a su casa después de drogarse era una rutina común. Nunca se había cuestionado por eso, ni nadie se lo había reprochado alguna vez. Serían las seis de la tarde. La avenida Benavides lucía totalmente congestionada.
No lo logró observar bien, pero el tipo que lo miró largo rato estaba sentado lejos, en el lugar más apartado del micro. Usaba una gorra roja y audífonos a todo volumen. Caneto lo podía escuchar bien desde su sitio, el potente sonido, el crujir de los carros furiosos, los gritos, el llanto. Parecía que todos los niños del mundo lloraban a la vez. El humo, la flama incandescente en el horizonte. El sol se ocultaba, las nubes enrojecían a su paso. La ciudad gritaba. Caneto pensaba en otra cosa. La yerba que la Hilacha y él habían conseguido era algo increíble.
El tipo del fondo seguía el ritmo de su canción con pequeños golpes a la ventanilla de atrás. Caneto los escuchó claramente. Carecía de simpatía, tenía más bien un aire patético. Miró el Ovalo Higuereta. Se inauguraba algo y la gente caminaba en todas las direcciones posibles. Era tan confuso y estaba tan lejos de casa. Era tan ruidoso. Las luces no lograban opacar el aspecto lúgubre de la ciudad, nada más le daba un aspecto más triste.
El chofer del micro le gritó algo a un taxista. Todo se detuvo. Un señor sentado en frente de Caneto se puso a gritar también. Pronto el taxista se volvió loco. Alguien golpeó a alguien y se armó un lío. La gente que estaba atorada en el Ovalo Higuereta formó un círculo. Llegó la policía y el asunto empeoró. Pasó media hora y el microbús se quedó sin pasajeros. Caneto se dio cuenta muy tarde. El tico amarillo del taxista estaba aboyado. El choque había rajado el parabrisas del micro. En la memoria de Caneto solían haber lagunas mentales. Le fastidió mucho.
Llegó al puente Primavera como a las siete. Todo oscurecía. Algunos hombres lo miraban. Era presa fácil. Una noche lo cuadraron tres. La gente suele olvidar fácilmente las situaciones adversas como ésa. Un mendigo asqueroso, sentado al final del puente, lo miró a los ojos y le pidió un sencillo.
Caneto bajó la mirada y lo contempló distante un rato. Era un pobre viejo que estrellaba contra el piso una lata con algunas monedas adentro. Miró alrededor y encontró una patrulla estacionada cerca. Caminó hasta allá y señaló al viejo. Los policías bajaron de la camioneta, acariciaron su correa de cuero, su revolver, su boina roja. Se acercaron al mendigo y lo pusieron de pie, le rebuscaron la ropa. Caneto no quiso mirar y continuó el camino a su casa.
A esa hora, los obreros dejan el trabajo y lucen ropas comunes. Regresan también a casa. Caneto miró a una señora que contemplaba el cielo. La bruma incandescente que alumbraba el horizonte desaparecía y dejaba apenas algunas nubes brillantes.
- Ahí está -señaló alguien en el firmamento- ¡un platillo volador!
Todos lo vieron. Era una luz verde que flotaba y surcaba el cielo. A Caneto le pareció triangular. Después lo perdió de vista. Una pareja señalaba el cielo y buscaba desesperada una respuesta para sus dudas. Algo más interesante que la novela de las nueve.
- ¡Mira, ahí está! -gritó la mujer.
No lo podía creer. Caneto quedó totalmente desconcertado. Una luz brillante. Por encima de las nubes algún objeto inimaginable se desplazaba raso. Si no fuera por las nubes, la nave espacial quedaría al descubierto. Sería un espectáculo increíble, extraordinario. Pero le dio miedo. Aceleró el paso. Sacó de su bolsillo su celular. Llamó a casa. No contestó nadie. Sudaba otra vez. Ya casi por el parque se lo señaló a dos señoras. Miraron largo rato el cielo y lo encontraron otra vez. Se asombraron y continuaron su camino. Ya en el parque se los señaló a todos. La gente miraba asombrada esa luz extraña. Tantos años de incertidumbre, para todos por fin se resolvía la interrogante. Maravillosa, la luz verde se desplazaba por el firmamento dando vueltas sin cesar. Le dio miedo otra vez. Venían por él, no cabía duda. Todo ese tiempo, toda esa gente. Aceleró el paso al máximo y trató de no seguir mirando. Cerca a su casa, la luz no había desaparecido. Después de tanto tiempo, quedaba un solo desenlace. Todo terminaba esa noche. En la esquina de su casa, buscó en sus bolsillos las llaves. Cerró los ojos y contó hasta diez.

Febrero 2002
788 p.